jueves, 13 de noviembre de 2014

Viernes.

Era viernes, pero no cualquier viernes.
Era uno de esos donde la ciudad brillaba y no precisamente por la luna, sino por ella. 

Era viernes y llovía,
pero no en sentido literal, 
más bien en sentido metafórico, 
porque cuando sus manos llevaban el vaso repleto de cerveza a sus labios pintados de rojo, 
sentía cómo corría dentro de mí el diluvio más grande de la historia,
como un oasis en medio del desierto, 
y claro que yo era el desierto y moría de sed.  

El bar le quedaba pequeño, 
y a mí tan grande que me sentía diminuta, 
tanto como una hormiga. 

Era guapa, de esas que no salen en revistas y siempre se dejan peinar por el viento, 
era tan guapa que esa noche y el resto de todas las noches que ella estuviese ahí, 
la luna se habría escondido por pena, 
y hubiese esperado deseosa que esa chica sentada en la barra a las 10:45 fuese suya,  
que algún tonto se la regalara como a ella la han regalado tantas veces, 
pero se quedó esperando como yo,
aunque seguro envidiaba los pequeños pasos de distancia que me alejaban de ella.

Era viernes, pero no cualquier viernes, 
era uno de esos donde olía a primavera en medio de tanto humo de cigarrillo y hierba, 
en medio de tantas piernas y muecas que simulaban ser sonrisa,
era uno de esos donde estaba ella y toda esa mierda. 

Cruzó las piernas y la osa menor se dejaba ver en su pierna derecha en forma de lunares, 
punto a favor de la luna, 
acto seguido merodeo con sus ojos como si buscara alguna herida donde dormir esa noche, 
y ahí estaba yo, 
punto a mi favor. 


No sé cuántas horas pasaron, 
cuántas cervezas tomé y mucho menos cuántos cigarrillos fumé, 
pero la mañana del sábado llevaba las mismas siete letras que lleva viernes, 
se llamaba Julieta y no precisamente la de Shakespeare, 
era mía y me había llenado la cama de flores.